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Derechos torcidos

Por Tamara Smerling. Texto publicado en su Facebook.

 

Lucía, mi hija menor, tiene una dificultad muy grave. Fue porque nació prematura y sufrió una hemorragia cerebral durante su primera semana cuando aún estaba en terapia intensiva. Un tiempo después, tramitamos un certificado de discapacidad: algo para lo que ninguna madre o padre está preparado. Tenía seis meses cuando arrancamos con la rehabilitación: por la plasticidad neuronal propia de los niños pequeños, su cuadro –una secuela de por vida– era plausible de mejorar: Kinesiología, Psicomotricidad, Hidroterapia, Fonoudiología y Musicoterapia fueron algunas de las disciplinas que trabajamos. Nos informamos sobre corrientes y pedagogías, tendencias, métodos y disciplinas. De cerca, conocimos especialidades médicas: Neurología, Neurocirugía, Neuro-ortopedia, Traumatología, Fisiatría. Hicimos trámites y trámites, y más trámites en obras sociales, prepagas, pusimos mucho tiempo, mucho esfuerzo.

La garra la puso siempre ella: nosotros acompañamos, facilitamos, ayudamos.

Los que la conocen, lo saben: es sociable, alegre, inquieta, y tiene los ojos más lindos del mundo. El año pasado, su primera experiencia en jardín, sala de 3, se armó un dispositivo con acompañamiento terapéutico, coordinadores, psicoterapia. Fue después de insistir, pelear, volver a insistir que la dejaran entrar al mismo colegio que su hermano. Llegaron a cuestionarme que con su retraso madurativo (producto de esa hemorragia que la dejó al borde de la muerte) ¡no aprendía los colores! Sin mirar, por detrás, la alegría con la que trabó relación con sus maestros, sus compañeros, con la portera, o la señora que atiende el quiosco.

La Ley indica que no se puede negar la matrícula a un niño con una discapacidad: en los hechos, eso sucede TODO el tiempo (se puede consultar el GRUPO ARTÍCULO 24 POR LA EDUCACIÓN INCLUSIVA). La discapacidad, la parálisis cerebral, la hemiparesia –un término que ni siquiera figura en el Diccionario de la Real Academia y que el Word de esta computadora subraya en rojo porque tampoco lo reconoce– se le presentan, a las autoridades de las escuelas, como un gran monstruo amargo, un imposible de asir, algo que repeler bajo todas las formas: Lo Diferente. Sí, ya sé que ganan poco, que a veces trabajan doble turno, que la labor de los maestros no está reconocida, que faltan los espacios de formación, que no están preparados para atender un niño con una discapacidad. Los padres tampoco: y, sin embargo, aprendemos todo lo que se puede sobre esto.

Pero a mi hija, ahora, con casi cuatro años, los jardines de infantes no la quieren. NO la quieren.

Los diálogos, bah, las excusas son los siguientes:

–No, lo mejor para ella es una escuela con otra pedagogía, tipo Montessori o Waldorf.

–No, lo mejor para ella es que vaya a una escuela especial para niños especiales.

–No tenemos vacantes para este año.

–No, que necesita una maestra integradora privada (cuando las obras sociales o pagan acompañante o pagan el maestro, si no debe hacerse a través de la escuela especial pública).

–No, lo mejor para ella es que una escuela especial, bah, ni especial ni normal, algo intermedio para estos chicos…

–No, ¿bilingüe? No habla, ¿le vamos a agregar una segunda lengua? Eso será muy perjudicial para ella. Además de no caminar, le vamos a poner otro obstáculo.

–Lo vamos a consultar con el dueño.

–Lo vamos a consultar con la asociación de padres.

–Ya tenemos otras integraciones. Trabajamos con una sola por sala.

–La ponemos en una lista de espera.

No llevamos la cuenta pero debemos haber llamado a más de cuarenta o cincuenta jardines de infantes en los últimos dos años. Los colegios privados (hasta con nombres de padres de la psicología infantil y juvenil), directamente, la repelen. Los confesionales (católicos, parroquiales, adventistas), por norma, solo reciben niños o niñas que estén bautizados. Los bilingües dicen que no va a entender qué se habla y se va a ver segregada. La anotamos, este año, en un jardín público: confiábamos que iba a ser recibida de mejor modo. Sin embargo, están desbordados: son tantos los chicos, las problemáticas, la falta de personal, que pese a haber mantenido reuniones, largas, tediosas, con equipos psicopedagógicos, directores, vicedirectores, Consejo Escolar, inspectores de educación privada, pública, especial, durante todo el año pasado, ni le avisaron a la maestra de su sala que iba a tener una alumna con una dificultad. Tampoco lo supieron la maestra de Música, Inglés, o de Gimnasia:

–¿Qué? ¿No camina?
–No…
–¿Y cómo hago yo la ronda para cantar la canción?–, me preguntó la maestra de Música en su tercer día de 2018.
–…
–Ah, pará… ¿Vos sos la acompañante terapéutica?
–No, soy la madre –, le dije a la docente.

Le pregunto a los padres, conocidos, con niños o niñas con o sin discapacidad, me desahogo con mis amigos, le hablo a abogados, pedagogos, médicos, psicólogos, grupos de padres, directores, maestros, profesores, para ver si pasan por lo mismo. Todos, absolutamente todos los padres con un niño que tiene una dificultad x o h, peregrinamos por las escuelas buscando algo que, aparentemente, aparece como un talismán oculto. Una tautología: la educación inclusiva. O como dice Carlos Skliar, la educación y punto, porque llegará algún día que no tendremos que agregar la palabra “inclusiva” detrás. La diferencia no es una catástrofe que hay que remediar, algo peligroso o maléfico: somos plurales, diversos, múltiples. No somos homogéneos: vivimos en un mundo diverso. Eso no se enseña solo en las aulas, también en los patios, en los recreos, en los cumpleaños, en las salidas, en los campamentos: la convivencia es tan o más importante que los contenidos curriculares que deben completar en sus cuadernos. La escuela es una parte integral de la vida. Al menos, de este modo, lo entendemos como padres. Además, porque nadie se salva de tener lo que tuvo mi hija: nos puede ocurrir, literalmente, a todos, niños, jóvenes, adultos, adolescentes, viejos. Y si no vean “Amor”, de Michael Hanecke.

Ahora, la pregunta es: Lucía, ¿a qué escuela podrá ir entonces?

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